En la solitaria esquina de Beauchef con Estrada hay un bar con puertas y ventanas que se abren al barrio y también a los vecinos. Aquí se practica, desde hace ya casi 15 años, una cocina de sabores nítidos, plenos y poco acomplejados.
Ni bien llegado el visitante, después de desensillar y mientras escucha el saxo de Dexter Gordon, llega a la mesa la carta que es breve pero sugestiva. Poco después arriba una generosa bandeja de pan que elaboran en la casa junto a una pasta de zapallo, lentejas, yogur, oliva y orégano.

Pedimos como entrada unos langostinos salteados envueltos en hojas de sésamo. En el relleno hay un germinado de soja, un pickle de cebolla y el rojo perfumado de ese fermentado coreano que se llama Gochu Jang. En esta casa, tan frecuentada por la colonia coreana, no se transita el camino cómodo de la pasta industrial y se recurre a comprar Jang (el fermentado de la soja) en casas familiares para después mezclarlo con el chile picante que la colonia elabora para sus miembros. En los patios del barrio coreano hay tinajas con fermentados caseros que han vivido ignorados por los cocineros porteños.

Como siempre elogié con desmesura las papas salteadas al horno con Gochu Jang y una mermelada ácida de ciruela, que solía preparar para las visitas relevantes, el patrón del establecimiento me trajo una versión mejorada que no pude rechazar ni objetar. Albóndigas de cerdo (verdeo, ajo, comino, mínima sal) salteadas con el Gochu Jang y una mermelada de ciruela remolacha (una variedad más ácida de lo habitual) realizada con muy poca azúcar.

Como plato principal pedí el rabo de toro (que siempre es vaca) braseado con vino blanco y acompañado por polenta y unas hojas de mostaza salteadas. No es fácil conseguir buen rabo con las vaquitas escuálidas que se suelen matar para solaz de un público poco entendido que pide colitas de cuadril del tamaño de una mano. Pero en esta casa se cuida el dinero sin olvidarse de buscar un producto que cautive la atención del cura párroco que da misa y reprende a sus acólitos. El aceite de oliva que se usa para guisar es inmejorable y lo sé porque suelo comprar el mismo cuando formo parte del pool de compras.

Mi acompañante pidió una entraña con ese puré de papas pisadas con su piel, aceite de oliva y mostaza que es, no me importa lo que diga Robuchon, una forma inmejorable de ofrecer ese plato tan maltratado en la cocina porteña.
No elegí el vino porque en ese rubro, por miedo a la reprimenda, suelo seguir las sugerencias del jefe. Me tocó, como premio a mis virtudes, un 40/40 elaborado con Cabernet Sauvignon. El vino era muy bueno pero el nombre es un pleonasmo poético. Un tinto elaborado sobre la mítica ruta 40 en el mismísimo kilómetro 40 no se puede olvidar.

De postre un helado de yogur casero con sirope de pomelo y dulce de ciruelas.

Era ya tarde cuando nos despedíamos y la imagen de mi mujer sobre el espejo del restaurant me trajo a la memoria ese cuadro mítico de la pintura del siglo XX llamado “Nighthawks”. Supongo que algunos abran visto ese bar alargado, pintado por Edward Hopper a comienzo de los ‘40, en donde cuatro solitarios perdidos en sus pensamientos conviven en un lugar desierto en medio de la noche. No hay en ese sitio puertas, ni tampoco narrativa. La belleza está dada por la geometría y la simplificada pero cuidada luz de los neones. Lo que Hooper quitó de esa pintura –las puertas abiertas, el placer por la conversación, el buen rollo, la música y la sensualidad de la comida- es lo que la vida puso en Urondo Bar.