Jordi Cruz, un cocinero guaperas con dos estrellas Michellin y jurado en el Master Chef español, no tuvo mejor idea ayer, para festejar el día de los trabajadores, que twittear «Un restaurante Michelin es un negocio que, si toda la gente en cocina estuviera en plantilla, no sería viable».
Tamaña sinceridad provocó una avalancha de respuestas y en poco tiempo fue trending topic. De un lado estaban los que afirmaban que el trabajo, sin recompensa económica, era explotación sin que ningún eufemismo pudiera disimular el punto en cuestión. Del otro lado Cruz y algún otro estrellado se sorprendía de la repercusión del mensaje original: «Me molesta que se hable del trabajo del stagier como algo negativo, como si fuera abuso o mala práctica».

Como pasa siempre aparecieron almas cándidas y bobaliconas que aman las cadenas y solo veían las ventajas de las pasantías: «ver cómo funciona desde dentro un lugar único, aprendiendo técnicas novedosas en lugares que pertenecen a la vanguardia mundial». Frases parecidas se escucharon hace miles de años en el Valle de los Reyes, al lado de los ladrones de cadáveres en la edad media o junto a los alquimistas que afirmaban poder trasformar la chatarra en oro.
Cruz salió al cruce de esas comparaciones tendenciosas diciendo: «Me parece increíble que algunos llamen esclavos a estudiantes con convenio que deciden formarse en mi cocina». Algo de razón tiene porque no se trata de prisioneros o personas privadas de libertad jurídica. Pero también es cierto que la falta de controles permite que la gente trabaje durante 12 o más horas diarias con un contrato de 20 horas semanales.
No ayudaba a Cruz, en esta discusión que crecía con las horas, una noticia aparecida en la prensa en donde se lo veía con su novia en el palacete de 800 metros cuadrados que había adquirido por 3 millones de euros hace muy poco tiempo. No vamos a detenernos en ese aspecto que puede llevarnos por caminos de indignación moral que queremos evitar porque como decía monsignore Tassoni: “…la plebe odia naturalmente quelli che per facoltá o per nascita in una sfera sono superiore…”.
Sin los stagier o pasantes (o con ellos cumpliendo los horarios y tareas que le corresponden) la mayor parte de los restaurantes con estrellas deberían rebajar sus pretensiones o duplicar sus precios. La ecuación actual -el limbo legal que permite jornadas extensísimas sin casi tiempo para comer, sumado al abuso verbal y físico junto a otras perversiones- se puede endulzar pero es difícil invisibilizar.
Vi que un genio argumentaba que cada uno es libre de hacer lo que desee con su vida, que nadie está en un restaurante con una pistola en la cabeza y que los pasantes lo hacen de forma voluntaria. Que lo hagan de forma voluntaria, sin un arma que los amenace, no significa que sea una actividad que carezca de regulaciones en donde todo este permitido. Sobre este tema, desde Richelieu en adelante, hay mucho escrito.
En el ritmo actual de exhibicionismo gastronómico, con un público foodie que consume el charme de los restaurantes exitosos sin necesidad de visitarlos, la práctica del trabajo sin remuneración crecerá sin que nada ni nadie pueda impedirlo.
Sé que algunos parvenus prefieren eso al aumento de los precios. No es mi caso. Creo que hay que sincerar y pagar a los becarios el sueldo que merecen. Si es necesario triplicar los precios de los restaurantes con tres estrellas que lo hagan. Que vayan a comer los muchos o pocos que puedan pagar los montos que el narcisismo del chef y su público exigen.
De esa forma se estrechará la grieta que separa a los privilegiados que cuentan con 30 cocineros (de los que solo cobran 8), para 40 cubiertos de los terrenales que tienen que resolver las cosas con mucho menos personal. No me parece justo que los jóvenes stagier, que son usados como mano de obra casi gratuita y descartable, sirvan para abaratar los precios que abonan los más pudientes.

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Los que pueden comprar bolsos de 20.000 dólares o pagar entradas de 1000 para un partido de básquet no van a tener problemas para abonar 800 miserables verdes por una comida en donde los camareros den tres saltos mortales antes de servir el plato sobre un mantel de hilo egipcio. El mundo del lujo no depende de las clases medias sino de los ricos que gracias a las subprime, las especulaciones bancarias, las astucias contables, los fideicomisos y otros entuertos son suficientemente numerosos y exhibicionistas como para deleitarse con estos privilegios que otorga el dinero.
Ver La miseria de ser becario de Adrià, Muñoz o Berasategui: 16 horas a palos y sin cobrar