A fines del 2017, sin que se abriera la pampa o alguna señal en el cielo anunciara el acontecimiento, abrió sus puertas Tanta, el nuevo restaurante del jefe Gastón Acurio. Un lugar precioso de más de 800 metros, de altísimos techos con paneles acústicos y plantas que escapan hacía un cielo en triple altura.

Al local se accede por una puerta grande, de madera, que da sobre la plaza pública que queda en la esquina de Esmeralda con Paraguay. Al costado derecho, no bien se atraviesa la puerta, hay una barra pequeña atendida con esmero por gente que se ha graduado en el 878 de Julián Díaz. A la izquierda se pueden ver unas pocas mesas bajas. Un poco más allá otra barra reducida, que da sobre una pared apta para confesar pecados, promete cobijo a los solitarios que no buscan compañía. A partir de ahí, sin salir del mismo ámbito pero con una atmósfera diferente, se extiende un salón grande, muy bien puesto, que ha huido de la ostentación y el lujo sin caer en el ascetismo.

Los precios son MUY ajustados, los piscos tienen las gotas justas de angostura y el barman –lo comprobé la última vez que estuve- solo dirige la palabra al bebedor solitario cuando éste da muestras obvias de buscar el consuelo de la conversación. Un poco más allá de esa segunda barra, sobre la izquierda del recinto, se encuentra una mesada poblada de sanguches y montaditos (30). También hay tartas o pasteles (50). El de choclo y carne, receta de la abuela del cocinero, es una opción excelente.
Se anuncian majestuosas ensaladas que pueden saciar a cualquier hambriento. La de pollo, rúcula, espinaca, tocino, almendras garrapiñadas, queso de cabra, peras y una vinagreta con mostaza de Dijon merece compartirse (200). También hay varios bocatas contundentes y una joya que quiero resaltar.

He comido croquetas en muchos lugares. Restaurantes con estrellas, bares con chicas pulposas, sitios finolis, casas particulares, pueblos perdidos, gastrobares de diseño o chiringuitos de mala muerte. Soy, no me da vergüenza admitirlo, un yonqui con criterios de calidad muy firmes. Por eso puedo afirmar que las croquetas de ají de gallina (90) que Anthony Vásquez y Allen Mezzoni preparan en Tanta son, no tengo duda, las mejores croquetas de Buenos Aires. Llegan a la mesa en grupos de seis y tienen el tamaño adecuado para ser tragadas en dos o tres suculentos bocados. El relleno es una bomba de sabor porque el cocinero sabe que en un combate corto no hay tiempo para fintas y tanteos. Hay que arriesgar y buscar el nocaut en el arranque.

Al chef que conduce la nave de asalto de la flota del comandante Acurio, amarrada en el Puerto de Buenos Aires, le chiflan las versiones personales inspiradas en su memoria, cultura y saber. Los Wan-tan de langostinos con salsa nikei o los de carne con huancaína, mejor el primero que el segundo, están bien resueltos y muestran ese cruce de caminos entre la cocina asiática y peruana que con exactitud ha explicado Ignacio Medina.

La tortilla de papas, 9 huevos de campo + 9 yemas, es sabrosa y contundente. No pretende imitar o corregir a la clásica tortilla española. El arroz, llamado por comodidad risotto (220), con esa mezcla de zapallo y ají amarillo, es un pelotazo de sabor. El carnarolli ecológico tiene presencia y textura pero escapa al exceso de protagonismo. Quizás hubiera sido mejor utilizar un nombre más exacta porque la palabra “risotto” lleva a una discusión sobre el concepto “dente”. Los arroces peruanos y españoles no comparten con los italianos los mismos conceptos e ideas sobre el tema del punto. Hay también un muy buen cebiche clásico (220) y un tiradito limeño (180) realizado con la pesca del día.

Y ahora comencemos con las críticas. Creo que las pastas y la hamburguesa no se ajustan al concepto del lugar porque parece difícil que un comensal argento se acerque en busca de esas opciones. El bife de Anthony el goloso (490), un buen trozo de carne acompañado por papas a la huancaína y fideos con pesto, me resulta de un equilibrio frágil. Todos los sabores están bien pero la mezcla es inferior a sus partes. Las salchipapas limeñas (papas fritas con chorizo, morcilla, salchichas, huevos rotos y cremas peruanas) es demasiado contundente. Esos dos platos tendrán admiradores pero prefiero la prosa con una puntuación menos precipitada..

He comido en Tanta no menos de cinco veces desde su apertura, hace poco más de un mes. No conozco todos los platos que forman parte de la carta pero si he catado los que aquí aparecen mencionados. Los Tanta Wing, los anticuchos de corazón y las empanadas de ají de gallina (hace años tenían unas increíbles en el desaparecido Mullu) caerán en la próxima visita que no será lejana.
Tanta no admite reservas y ni siquiera dispone de uno de esos artilugios modernos que la gente llama teléfono. A pesar de esa incomodidad el lugar rebosa de un público heterogéneo menos creído que el que llega hasta las playas de La Mar. Aquí, en esta esquina tan cercana a la Plaza San Martín hay otra forma de mostrarse, otra inflexión de voz.
Anthony Vásquez es un cocinero con las ideas claras, disciplinado y aplicado como pocos al que es fácil querer. Durante estos años al mando de La Mar ha sabido buscar y encontrar una materia prima fetén a la que ha sabido dar el gusto justo.
La oferta culinaria de Tanta es diferente a la que ofrecen en el local de Palermo. Aquí proponen platos populares, los que se elaboran en las casas peruanas y que forman parte de la memoria gustativa de ese país. Una cocina sencilla, esencial y evocativa que busca referentes en los recuerdos pero que no quiere ser conservadora.

El servicio es muy bueno. El lugar, puesto a punto por el arquitecto Sergio Krymer, es precioso y el equipo al mando -la dupla Vásquez + Mezzoni- ha trabajado mucho tiempo juntos y ha demostrado que desde lo popular se puede alcanzar la excelencia. La relación calidad-precio resulta inmejorable y Tanta invita al disfrute, sin tonterías ni narcisismo, con mucha verdad.
Sin duda una de las grandes aperturas del 2017.

Tanta
Esmeralda, 978