Da Gigi era un restaurante de comida italiana que quedaba en el 3330 de la calle República Árabe Siria, a poco menos de 100 metros de Libertador, en el mismo lugar en donde hoy se encuentra “Bella Italia”.
Alguien me lo había recomendado y una noche de principios del ’93 decidí acercarme a comer en compañía de amigos. No había mucha gente y nos tomó el pedido el dueño, un italiano alto que bordeaba los 50. Comimos bien, sin que nada desentonara. Los comensales que me acompañaban pertenecían a esa categoría de gastadores compulsivos que alegra la vida de los comerciantes.
Un poco por ese motivo, también porque se le daba bien la parte social, el dueño estuvo atento a los avatares de la mesa. Tuve, casi desde el momento de sentarme, una sensación imprecisa de inquietud, de extrañeza o “déjà vu”. Antes de los postres me levanté para ir al baño. El restaurante era pequeño, solo había que atravesar un pequeño salón que estaba vacío. En una de esas paredes había una gran cantidad de fotos, enmarcadas cuidadosamente en negro, con su correspondiente y blanco paspartú. Me acerqué y mi mirada cayó inmediatamente en una imagen en donde Brigitte Bardot, increíblemente hermosa, dominaba la escena.

Me detuve a contemplar el flujo gatuno de los pómulos, la boca espectacular y palpitante, el cuello perfecto en la base de una cabellera rubia, erótica y abundante. Un pañuelo, a modo de vincha improvisada, le daba un aire pirata que sus ojos audaces y las manos rápidas confirmaban. A su lado, mucho más joven, estaba el propietario del restaurante. Yo ya había visto esa foto, conocía su historia y el lugar en que la habían capturado: Saint-Tropez en el mítico ’68.
Las otras imágenes, las que estaban alrededor de la que conocía, eran un recorrido por distintos paisajes. Las ropas y los personajes retratados -siempre Gigi en el centro, siempre mujeres en el recuadro- delataban las fechas y los lugares.
“Speak memory”: varias con Verushka, otras en ese Londres de increíbles minifaldas, algunas en la Riviera italiana otras con BB en la costa azul (discotecas, fiestas, caminando descalzos por la calles de Saint-Tropez). Mujeres, siempre mujeres: Dominique Sanda, Elsa Martinelli…
Volví a la mesa y les conté a mis amigos lo que había descubierto. También, era inevitable, una parte de mi adolescencia en La Plata, en aquellos años sin sombras de finales de los 60. Aquella época en que una inolvidable Claudia Sánchez marcaba nuestro nivel desde Portofino, Cannes o St. Thomas. En aquella época tuve un amigo –querido y nunca olvidado- que un día llego a casa con una revista en donde estaba la foto que adornaba el restaurante. A partir de ese momento el nombre del playboy italiano se había transformado en un amuleto que podíamos invocar antes de una conquista improbable o meramente dificultoso. Como era inevitable Gigi Rizzi, ese era su apellido, terminó sentado en la mesa ampliando pormenores de aquella vida mítica y fabulosa que ilustraban las fotos.
Después de esa noche volví muchas veces, buscando unos platos típicos de su Piacenza natal (malfatti, ravioles de zapallo, lasagnas con bechamel y funghi) y algunos datos que siempre faltaban en sus historias. Mi interlocutor no era un buen narrador y solía ir a los hechos con audacia, sin detenerse en detalles.
No tengo espacio para contar los pormenores de esas historias. Pero quiero narrar un hecho que me divirtió mucho porque me sentí cómplice o participe y unía, en una misma picaresca, Milán con La Plata.
En el comienzo de la conquista Brigitte Bardot estaba casada con un millonario alemán llamado Gunter Sachs. Quizás no les suene el nombre pero su abuelo fabricaba automóviles y se apellidaba Opel. Gigi tenía en esos días escasos 24 años y Brigitte era, como lo proclamaba el título de la primera película de Roger Vadim, Dios en forma de mujer.
Después de los primeros días de su romance nuestro galán viajo a Milán para visitar a sus amigos, descansar un poco y recibir halagos. No necesitaba contar lo sucedido, las fotos de ese cortejo llenaban las revistas. Sus camaradas lo llevaron a pasear por los alrededores de sus discotecas y bares favoritos en donde unos grafitis gigantescos proclamaban su hazaña: Italia 1 – Alemania 0