Escribí hace unos días, a pesar de que hacía bastante tiempo que no iba, que Oviedo me parecía un excelente restaurante, a la altura de cualquiera de los que baten el parche en Buenos Aires. Ahí, en el restaurante de Emilio Garip, he comido y bebido muy bien durante muchos años y nunca dude que, desaparecido José Luis, el magisterio de los restaurantes españoles le pertenecía de forma clara e ineludible.
No pretendo olvidar tantas buenas manducas pero ayer hubo demasiadas señales de alarma. Algunas incomodidades menores se juntaron con otras que no eran circunstanciales: hay excesivas mesas y están muy cerca unas de otras; los mozos carecen de la información o la formación necesaria para describir cosas básicas de los platos elegidos o para servirlos de forma adecuada. El servicio de vinos y las copas merecen un aggionamiento.
En el menú se daba la curiosidad de tres risottos pero ningún arroz típicamente español. Había entradas tentadoras y pescados promisorios a buen precio. Quizás podría haber escogido la tortilla o las croquetas para comenzar y después alguna contundencia sabrosa pero la inspiración no me acompañaba.
El mozo que nos tocó en suerte nos propuso un “menú degustación” y después de un pequeño debate aceptamos la propuesta por tres motivos: incluía una paella, el precio era tentador (460) y se acompañaba con vinos de Rutini (Encuentro).
Para comenzar nos correspondió un levísimo aperitivo y después un suquet de langostinos con polenta blanca. No tuve forma de averiguar lo que la casa entendía por polenta blanca. La respuesta que recibió mi interrogante fue caustica: “es la polenta que el cocinero considera que la va mejor al suquet. Podría haber repreguntado si la polenta blanca había sido elaborada con castañas o si el suquet llevaba “picada”, pero la réplica, un tremendo jab de izquierda, me había dejado boqueando contra las cuerdas y mi lengua no encontraba palabras. Tratando de recomponerme busque la mirada de mi acompañante que sonreía con sorna.

Decidí no preguntar más y llegaron los dos platos siguientes: un lomo de pescado con vegetales grillados y una paella marinera. El primero era un plato correcto que se ajustaba a la descripción.

El segundo fue traído a la mesa ya servido y con una advertencia: “el plato está muy caliente”. Ese no era el problema, el punto del arroz superaba el que las normas indican -una textura levemente resistente en los dientes, con la gelatinización óptima -y además, sé que no lo van a poder creer, quemaba. El arroz quemaba. El caldo que habían utilizado era sabroso y los tropezones marineros adecuados pero una paella es arroz y aquí había una falla que no se podía subsanar.

Sé que mucha gente que participa en foros gastronómicos o lee este blog, sugiere que hay que comentar al mozo los errores o defectos que se advierte en los platos. No es mi teoría. Al menos no la es cuando soy un anónimo comensal. Pero ayer noche tenía una cuenta para cobrar y cuando el camarero cometió el error de indagar por la paella le dije lo que pensaba: “El arroz está pasado de punto y la temperatura indica que fue calentado de forma artificial. Probablemente microondas”. Me juró que no era así, que el arroz salía de la cocina en su paella y que él lo había traído ya servido por comodidad. Le dije que ni aun así se podía justificar la temperatura del arroz. Ahora era él quien estaba contra las cuerdas y mi combinación de golpes, unido al perfecto juego de piernas, me daba ventaja. Alcanzó a decir, ayudado por mi compañero, que lo habían puesto al horno pero el argumento no sonó convincente. El horno seca pero no proporciona ese calor desmedido a la gramínea.
La campana salvo a mi sparring del previsible knockout y además, aprovechando la cercanía de las mesas, habíamos entablado conversación con Pablo e Isabel, la pareja que estaba al lado nuestro. De las palabras iniciales pasamos a un intercambio de presentes. Uno de los postres que nos correspondía fue trasladado a su mesa y casi medía botella de Clos de los 7 vino a la nuestra. Juro que ninguno de los cuatro estaba bebido solo fue el arrebato de una noche de invierno que seguramente se volverá a repetir.

Más allá de las bromas, y del recuerdo de tantas buenas comidas recibidas en este restaurante, quiero señalar que el menú propuesto no me parece una buena señal. Se lo ofrece como menú degustación pero carece de personalidad e ideología. No sirve para indicar un camino ni siquiera un horizonte o un puente hacia otras propuestas. Peor aún, no incita a nuevas visitas.
Si hacemos caso al papel que enumeraba los platos que conformaban el menú degustado, en donde se cae el verbo y queda solo la palabra “menú”, la cuestión es más limitada pero tampoco la considero acertada porque carece de temperamento. Oviedo, el gran Oviedo de Emilio Garip, merece algo mejor para exhibirse. Algo que le permita brillar como siempre lo hizo.
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Oviedo
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