El restaurant de Narda Lepes en el Bajo Belgrano, con buscado aspecto de comedor escolar, reclama, desde su mismo nombre, un lugar más terrenal que etéreo.
Platos sabrosos, alejado de las “experiencias”, con buen producto, que buscan el éxito entre comensales que no se dejen intimidar por los 500 pesos de las entradas o los 1200 de los principales.
Los clientes que repasen su carta de entradas (al medio y para compartir, pero en plato chico), deteniéndose para meditar en cada uno de esas 15 opciones, notará que las propuestas vegetales son mayoría cualificada. Solo tres semáforos en rojo, uno para una hamburguesa de cordero y los otros dos para platos con morcilla. Una luz amarilla anuncia un caldo de carne que podría ser protagonista pero que se ha conformado con un papel secundario. Si se pasa la hoja y se mira la lista de los siete principales se percibirá con sorpresa que las verduras han perdido protagonismo y han sido reducidas al rol de acompañantes. Hay una inconsecuencia conceptual y gustativa en esa diferencia.
Un menú no solo son ideas, enunciados o conceptos en abstracto. Hay siempre una tensión entre lo que se quiere ofrecer, lo que el mercado propone y la habilidad e intencionalidad del cocinero. Narda Lepes, la jefa de establecimiento ha fatigado ferias, cocinas, set de televisión y conferencias explicando sus intenciones. Martín Sclippa, el cocinero a cargo del lugar se encarga de poner su parte y dar forma a esas ideas. En Narda Comedor, como en todos los otros lugares de la tierra, no todo es perfecto ni se ajusta a la medida de los sueños de cada comensal. Hay, como he señalado más arriba, una clara ruptura entre las entradas y los platos principales. Más rigurosos e interesantes los primeros que los segundos.
Almorzamos muy temprano un domingo al mediodía, rodeados de mucha gente, en un tiempo prudencial. Buen servicio, con una moza que conocía lo que estaba trayendo y, cuando tuvo dudas busco consejo para resolver los interrogantes. Seis entradas, ningún plato principal y dos cervezas dieron un promedio de 2 lucas por comensal, propina incluida.
Un detalle que voy a subrayar porque me molestó y creo que deben corregir a la brevedad. La última de las entradas que pedimos, un tartar de pez limón, era el plato de día y no estaba en la carta. La oferta se realizó a viva voz y fue aceptada sin conocer que el precio duplicaba (1000 pesos) al de cualquiera de las otras entradas. ¿Lo hubiera pedido si hubiera conocido ese detalle? Lo dudo y me sorprendió comprobar el importe cuando a la noche repase la cuenta.
Pan con manteca al techo (210 pesos)
El sabor no entiende de modas. Una sencilla manteca casera con polvo de hongos, salicornias, brotes y un excelente pan de masa madre.

Tempura de verdes del día (460 pesos)
Seca y crujiente tempura de zucchini, chauchas, flores de zucchini y la rara okra cubiertas por queso feta. Como moje un alioli con miso. Muy buen plato.

Palta que lo parió con queso halloumi (480 pesos)
Palta y queso grillados, salsa caramelizada, maní, cebollas encurtidas, cilantro y un poco de la Chili Sauce. Riquísimo.

Fatay de morcilla (450 pesos)
Sin pena que gloria paso la morcilla untada sobre un pan árabe abierto con manzana verde, hinojo y maní.

Cebolla, crema de papas y jugo de carne (490 pesos)
Cebolla baby glaseada, puré con mucha manteca, piñones y un fondo de carne de larguísima elaboración. Todos los elementos del plato eran sabrosos y estaban muy bien ejecutados, pero ayer había algo en el equilibrio de las proporciones que no funcionaba. Lo mismo que sucede con algunos buenos vinos que se abren con ilusión y no se terminan de tomar nos pasó con ese plato que abandonamos sin terminar.

Tartar de pez limón (1000 pesos)
Tomatitos cherry, papas paille, yema curada, caldo de tomate. No solo el plato más caro también fue el peor. Insulso, plano y caro.



