Cuentan los estudiosos que muchas familias sefarditas que habitaban en Marruecos, Túnez o Israel guardaban sus cuadernos de recetas junto a la llave de la casa que sus antepasados tuvieron en España. Por siglos esos dos objetos fueron pasando de mano en mano, de padres a hijos, como una herencia simbólica que señalaba el camino recorrido.
He pensado en la historia de esas juderías hoy, mientras abría un paquete con libros (algunos de los que están en la foto y otros de literatura) y recordaba mis primeros contactos con la cocina marroquí, de la mano de una amiga sefardí, nacida en Marrakech. Fue ella quien me enseño los secretos de ese recetario mientras me repetía:
Marruecos es alta cocina y nunca fue corrompida por la cocina turca, el resto de los países árabes con excepción del frágil Libano es fast food
En España no existía en aquellos años la masa fila y como éramos pretenciosos, además mi amiga era rica, la mandábamos a comprar a París.
Hacíamos pastellas de paloma, cous-cous dulces, tajines de cordero adobados en ras-el hanut o con esas hierbas que utilizan los moritos (también con las que pueden imaginar los malpensados), dátiles caramelizados con miel y salsa de yogur y otras cosas que encontré años más tarde en la Plaza de Yamaa el Fna y que todavía persigo. Poco después descubrí la maravillosa cocina libanesa y a ese gran cocinero israelí que vive en Londres y que se llama Yotam Ottolenghi.
Una llave, una puerta imaginaría, unas recetas, unos libros. Así es como se abre o se cierra la memoria.