Ese señor que ustedes están viendo en la fotografía es uno de los cocineros más importante de final del siglo XX.
Esos brazos cruzados sugieren incomodidad ante la presencia del fotógrafo y su mirada de águila amenazante, deja adivinar que es un hombre de pocas pulgas.
A pesar de que no es joven la seda del pelo enmarca una frente atractiva y aguerrida. Los ojos está separados, la boca pequeña y dura, bajo una nariz acotada, deja adivinar disciplina y método.
Adríá le escucho decir, en el año 87 en Cannes, la frase que da título a estas líneas y lo conmovió con la misma fuerza que lo hizo su cocina de entonces.
En el primer libro del catalán se rinde homenaje a esa cocina de la Costa Azul y a los descubrimientos de Jacques. La sopa con la guarnición emplatada a la vista del comensal fue un invento suyo; hoy parece normal, en su momento no lo fue.
Después propuso muchas más cosas, como los ravioli sin masa, las milhojas de ensaladas (no llevaban hojaldre) o las gelatinas para dar textura.
Jacques Maximin es el cocinero más genial de los últimos cincuenta años
En un encuentro realizado hace dos o tres años en Santiago de Compostela Adriá dijo, con generosidad de príncipe, que Jacques Maximin era “el cocinero más genial de los últimos cincuenta años» y precisó que su libro de cocina representaba «una lección de creatividad conceptual».
Pero a mí la historia que me gusta, la que me atrae por el gesto dramático y audaz, sucede cuando después de haber triunfado durante 10 años en el Negresco de Niza decide abandonarlo.
Adquiere un teatro bien situado y monta, en ese recinto, su restaurante. Con la cocina en el escenario, protegida por un cristal y cubierta por un telón. Cuando el servicio terminaba el telón se levantaba y los actores agradecían, de cara al público y con reverencias el aplauso final.
Me hubiera gustado estar en una de esas funciones para aplaudir a rabiar.