En las arenas del desierto, en los oasis, en la Medina de Fez el-Bali, en las calles de Tánger y en muchos otros lugares del mundo árabe, existe una rica tradición, aún vigente, de narradores orales. Gente que comienza a hablar y reúne a su alrededor un público hipnotizado por su verbo. La historia puede comenzar de muchas maneras pero siempre debe cumplir una exigencia ineludible: debe despertar la curiosidad de los oyentes permitiéndoles imaginar y saborear otras vidas. Despertar la curiosidad, atrapar la atención, cambiar el destino.
En Beirut un joven desaliñado y pobre se acerca a una mesa de mujeres alegres, de cabellera brillante y perfumada, que ríen sin dejar de hablar. Lleva un ramo de rosas en una de sus manos y las ofrece con cordialidad. No se puede decir que las damas lo ignoren, en realidad no lo ven. De pronto el mendigo toma el pétalo de la rosa que ha ofrecido y se lo lleva a la boca donde lo degusta con teatralidad. No se detiene, sigue con los otros pétalos mientras las chicas no pueden apartar sus ojos del festín. Ver la vida, vivir la vida, escuchar el relato en la voz y en los gestos del narrador, dejarse atrapar por la palabra.
Hace menos de dos meses estuve comiendo en Arce, uno de los grandes restaurantes de Madrid, en donde oficia el obispo Iñaki Camba. Llegué solo, un jueves al mediodía, después de una corta caminata desde la Plaza de Chueca. Mi mesa había sido reservada desde Argentina unas semanas antes, para las dos de la tarde. Fui puntual y arribé cuando el restaurante todavía se desperezaba. Después de unos minutos el cocinero se sentó en la silla vacía que estaba delante de mí y dijo: “Supongo que se tratará de ese comensal que ha reservado desde tan lejos”. Le dije que sí y sin más lanzó las dos primeras fintas para llamar mi atención y recabar los primeros datos para confeccionar un menú que en ese restaurante no se realiza de la forma habitual. Mi anfitrión no cree en el Prêt-à-porter sino en la alta costura, en las cosas hechas a medida, con los mejores productos de temporada.
– ¿Vienes con hambre, apetito o ganas?
– Apetito.
– ¿Natural, clásico, moderno, sofisticado?”
– Clásico.
Después entramos en profundidades porque aquí el menú se construye de atrás hacia adelante, del plato principal hacía las entradas.
– ¿Con qué quieres terminar de comer? ¿Carne o pescado?
– Pescado.
– Está terminando la temporada del atún, tenemos uno magnífico traído de la almadraba de Barbate. También puede ser raya, bacalao o salmonetes.
– El atún.
– ¿Te gustaría en tartar, pasado rápidamente por la sartén como si se tratara de una carne roja o cocido a la plancha sobre una cama de tomates rallados?
– La segunda opción.
– Perfecto, en semi- tartar entonces. ¿Y antes? ¿Unos guisantes dulces del Maresme, pequeñitos y salteados con cebolleta pochada? ¿Una yema de huevo con trufa y queso Idiazábal con una reducción de Pedro Ximénez o quizás unas colmenillas (morillas) rellenas con salsa de foie y trufas?
– La yema.
– ¿Antes de la yema ponemos unos ahumados caseros de mar y montaña? Pulpo, bresaola, salmón, corzo y secreto ibérico. Una finas lonchas con el mejor aceite de oliva …
– Quiero.
– Para comenzar tenemos …
– ¿No será mucho Iñaki?
– Todo serán medias porciones y me parece que será necesario un comienzo.
– Bueno, no he venido desde tan lejos para oponerme.
– ¿Una ensalada de torreznitos y gambas o un laminado de setas?
– Las gambitas.
– Vienen con una reducción que hacemos con el jugo de las cabezas y unos pimientos choriceros. ¿De postre? ¿Un sorbete de Apio y menta acompañado de mandarina, uvas pasas o un tocino del cielo?
– El tocino.
– ¿Y para beber? ¿Comenzamos por un aperitivo, un vino, quizás un blanco?
– Estoy solo y una botella al mediodía me va a impedir otras tareas.
– ¿Un jerez entonces? ¿Qué tal un palo cortado?
– Perfecto.
– Después podemos seguir con… ¿has maridado alguna vez solo con jereces?
– No
– ¿Ponemos a continuación un oloroso y un amontillado y nos vamos a Andalucía?
¿Qué podía decir? Dije sí, seducido por la descripción como después lo estuve por la comida.
Para comenzar, por fuera del menú, me pusieron unos Pimientos verdes de Guernika, con escamas de sal, sobre un plato azul. Una oposición de colores que me llenó de felicidad y me predispuso para el festín. Las copas de jerez fueron rellenadas con generosidad y a lo último, antes del postre, Iñaki consideró que a mi copa le sobraba líquido o a mi estómago le faltaba comida y añadió una pequeña tabla de quesos.
Le dije cuando me iba, después de pagar la cuenta, que quizás escribiera unas líneas sobre esa comida y también le aseguré que esa crónica no le iba a reportar ningún comensal. Pero no quiero que la desidia me impida realizar un exhorto: si algún día están en Madrid y quieren comer con fundamentos, comida rica, sin complejos, estupideces o falsas modernidades, visiten Arce. No se van a arrepentir.


