Callos a la madrileña
Todos los años, para estas fechas, hago callos a la madrileña (Aquí). Algunas veces me entrego a modernismos que incluyen tendones, curry o ras el hanout, en otras ocasiones elijo caminos más conservadores. El maestro Abraham García afirma que los callos y los besos siempre son con lengua, pero esta vez desobedecí su consejo porque los tiempos no son para arrumacos apasionados e imprevistos. La receta de este invierno fue con morro, patitas, orejas, panceta española, librillo, mondongo y algún mordiente porque me dijeron que el picante es digestivo. Muchas verduras y como chacinas chorizo y unas morcillas ahumadas con laurel que Carnicería Corte había hecho para una fabada reciente. Estos callos atorrantes, suculentos, tabernarios provienen desde la noche de los tiempos y hay documentos con recetas aproximadas en el Madrid del siglo de oro y un verso de Lope donde se alude a unas “tripas que tocan el alma”.
Los callos a la madrileña no tienen nada que ver con el intrascendente guiso de mondongo ni con esas afrancesadas “tripes â la mode de Caen” que un abuelo mío bordaba en noches de insomnio. En la post guerra civil los callos eran comida obligatoria en las fondas más canallas de la ciudad, en esos lugares donde la gente llegaba en busca de algo que permitiera reconstituir fuerzas. Porque como decía un torero famoso, muy lastimado por los toros y con ánimo de relativizar esas heridas que le habían proporcionado fortuna: «más cornás da el hambre».
