Ya de vuelta en Pamplona y aprovechando la cercanía del mercado me escapo hasta allí a hacerme de pescado fresco y algunos quesos de la zona. En la pescadería, mientras esperaba mi turno para llevarme un rodaballo y unos langostinos, me tenté con unos boquerones que costaban apenas 2 euros el kg.; Como no eran muy grandes, gasté solo un euro – no quería demorar mucho limpiando y preparándolos…
A la tarde, cuando el sol se estaba escondiendo, me puse a limpiarlos concienzudamente, luego lavarlos y acomodarlos de forma prolija y casi simétrica en una placa que iría por un mínimo de 24 hs al freezer… Sé que esta práctica de congelar los boquerones antes de prepararlos, tiene adeptos – quienes priorizan la seguridad alimentaria – y críticos – que prefieren una textura más firme y carnosa-.
Al tercer día, me acordé que los boquerones estaban en el freezer y los saqué para descongelar, para luego acomodarlos, uno por uno, en una placa algo profunda, cubriendo cada capa con vinagre de manzana y algo de sal y deje reposar en la heladera. A las 3 horas (pudo haber sido más tiempo, incluso el doble, si el calibre de la pesca lo demandaba), me hice de bastante papel absorbente para secar las piezas y volverlas a acomodar en otro cuenco con aceite de oliva – en este caso use Hojiblanca – y para no caer en el aliño convencional de ajo y perejil, decidí agregar zaatar que había contrabandeado apenas 2 meses atrás, en mi último viaje a Beirut.
El zaatar, como todo mix de especias con historia, varía sus ingredientes y proporciones tantas veces como familias que lo preparan; en este caso consistía en un tomillo alimonado que en tierras libanesas también llaman zaatar, sal, semillas de sésamo blanco tostado y sumac. Nuevamente armándome de paciencia, lo dejé descansar en la heladera 24 horas antes de probarlo.
Algunas recetas no requieren grandes habilidades ni complejas herramientas para que el resultado sea óptimo, tan solo requieren respetar los tiempos y que la ansiedad no nos traicione.