Quiero hablar de la relación del bocata calamares con Madrid y explicar las razones del éxito de ese sándwich. Un clásico de la ciudad junto a las papas bravas y la oreja a la plancha.
El bocadillo de calamares comenzó a cobrar fama en el Madrid de la década del 40, cuando la ciudad, destruida por la guerra, sufría penurias y desabastecimiento. Eran años duros y lo popular tenía que ser extremadamente barato y calórico. En las cartas de los bares castizos todavía se encuentran rastro de esa comida de supervivencia: callos, zarajos (tripa del cordero), gallinejas (chinchulines de cordero), riñones… Los calamares que se utilizaban eran la casquería del mar de aquella época.
Sobre el rastro de la casquería en la cocina popular madrileña hay una mención en la maravillosa película «La mitad del cielo» (Manuel Gutiérrez-Aragón, 1986). Esa peli es la biografía «no autorizadísima» de la dueña de Maite Commodore, uno de los primeros grandes restaurantes que se abrieron en Madrid durante la posguerra.
En «Tiempo de silencio», una novela de Luis Martín-Santos, se cuenta que los bares más famosos en ofertar el bocadillo de calamares estaban en la Plaza Mayor y sus alrededores. Muchas de esas tascas populares a duras penas, cumplían las mínimas medidas de higiene.
¿Y por qué era tan barato ese bocata y el calamar? Siempre lo más barato en el mercado de abastos es el producto a punto de pudrirse. El pescado en esas condiciones se vende a precios de risa y se enmascara su sabor rebozándolo, friéndolo a alta temperatura y rezando para que el proceso mate la maldad intrínseca y enmascare el mal olor.
Lo más barato del calamar se encuentra en los restos que quedan en los recipientes o en las cajas donde vienen empaquetados. Las tripas del animal ya están podridas y huelen mal pero la carne blanca permanece intacta. Es más, las tripas podridas generan un ácido que la ablanda el producto y lo hace más apetitoso.
Para prepara ese sándwich se seguía este proceso: se destripaba el calamar, se metía en unos cubos llenos de agua limpia y se volvía a bañar el calamar ya limpio de restos indeseables en otro barreño con agua y unas gotas de lejía (a falta de wasabi) que valían como desinfectante. Que resultara tan blando a la hora de morderlo se debía a ese proceso: el baño de ácidos que vienen de la putrefacción y el bañito de agua con lejía (después se volvía a lavar la carne para quitarle el posible olor).
çEn fin: que si en aquella época estaban rico era porque estaba medio pochos. El caso es que los bocatas de calamares baratos que podían comerse por aquella zona siguieron siendo baratos hasta casi mediados de los 80. Hasta ese entonces se podía comer un bocadillo de calamares de verdad por 100/150 pesetas. Y eran tan baratos y tan ricos porque los bares seguían comprando ese calamar pocho y sometiéndolo a ese proceso de limpieza y ablandamiento que hemos descripto.
