Me han traído desde Brasil un buen lomo de ese pez. Lo dejó en mis temblorosas manos un amigo que atravesó fronteras, barreras sanitarias, permisos de circulación, PCR y muchos otros peligros. Observen el ancho de cada pedazo, la ausencia de ese ocre que tienen las mejores porciones de Coto, Jumbo o el Mercado Chino. El verdadero bacalao (gadus murua) no existe en argentina. A casi nadie le interesa, solo se consumen sucedáneos para semana santa. Yo, para llevar la contraria, haré unas croquetas en estas navidades. Mezclaré el pescado desalado con algún queso de oveja suave y una bechamel trabada con leche de La Choza. ¿Hay alguna mejor?

Todas las fiestas de Navidad merecen, como nos enseñó Dickens, un cuento y mientras comamos esas croquetas iniciaré un relato sobre la historia del bacalao noruego. La frase inicial –es un requisito de toda buena historia- tiene que despertar la atención y curiosidad de los oyentes. Probablemente comience hablando de los vikingos, de sus viajes masticando el durisimo pescado sin desalar, de las particularidades del clima en las islas de Lofoten, donde se capturan los mejores bacalaos. De los casi dos meses sin noches, ni lunas, ni soles, de los largos inviernos, de la costa peligrosa y enmarañada que impedía durante esa temporada, por falta de luz y de faros, el acceso al puerto hanseático de Bergen, donde se comercializaba el bacalao. Esa demora entre la captura y la venta fue la causa que impulsó la salazón del pescado. Quizás, si la charla se prolonga y suscita interés, les recuerde esa tarde trágica de hace casi 200 años en que un cambio repentino de clima cobró la vida de 300 pescadores en las costas de Sorland. O, pensándolo mejor, explicaré con minuciosidad porque los mejores ejemplares, hasta bien avanzados los años ’90, los vendieron los islandeses y no los noruegos.
Aunque muchos no lo crean –me lo explico con detalles Andoni Aduriz hace un tiempo en Buenos Aires- hay una relación directa entre el relato, la cultura y la capacidad de apreciar sabores.
